Dominga

Un sábado quince de enero abrió sus adoloridos ojos mientras en su cabeza se escucha aún el eco de los gritos de la noche anterior.

Gritos que buscan desesperadamente que cese el insoportable dolor.

Se murió, sí, se murió.

Está a un par de metros de su cama y no respira. Dominga no se puede aproximar sin sentir que cada hueso de su cuerpo se desplomará, cayendo uno sobre el otro, dejando el alma bajo los escombros que demuestran a simple vista lo resquebrajada que está.

Decide arrastrarse hasta él y hacer lo único que sabe, escribir.

"Egoístamente deseo que no descanses en paz, tienes la obligación de estar presente, viviente en cada paso y más en los retrocesos, en mis robos y penas, en cuando te envidie y desee tu libertad.

Necesito que estés en el minutero de mi cabeza cuando no se bien si es de día o de noche, cuando no recuerdo cómo escribir ni logro leer por las lágrimas que me nublan la vida. Te conmino a estar presente en mis desvelos y pensamientos.

No quiero olvidarte bajo la tierra. Sabes, no sabemos nada, te acostamos ahí esperando que haya sido lo correcto. No quiero que me ignores en la facilidad de una muerte segura, no quiero que te difumines de mi cabeza. Olvidar... ni aquí, ni allá, ni en otro planeta.

Te obligo a no descansar eso es muy fácil, necesito seguir descubriéndote en esos ojos repletos de tanto, trasplántate que te quiero en la superficie de la vida, a flor de tierra, aquí te estaré esperando."

Pasan las horas y tentando a la muerte se abre entre las costillas, buscando un torrente de sangre para emborracharse con ella como si fuera vino del maldito olvido, es que necesita sedantes para poder mirar su cuerpo que está complemente resquebrajado.

Le duele la vida, se para en la ventana y decide valientemente recibir con gusto el castigo del viento que sopla su alma, aquél la estremece hasta que sus lágrimas se trizan y como un velo caen.

Es lunes y ya no puede comer o dormir, cada vez que cierra los ojos sueña con el haciéndole él amor
a alguien más y dejándola, al mismo tiempo que Agustín deja de respirar, se ve cayendo al suelo con 
Agustín en sus brazos mientras Rafael toca y besa a otra, frente a sus ojos. Gritando desconsolada 
sin entender mucho, sólo sabiendo que perdió gran parte de su vida de un segundo a otro.


Los días que siguieron a ese no fueron mejores; días que se convirtieron en semanas que vivió petrificada sin poder comer o dormir, de a poco fue perdiendo el dolor, pero comenzó a sentir un frío intenso que vivía en sus huesos y no acababa a pesar de aquellos calurosos días de fines de enero o de las botellas de Carmenere que tomaba mientras hacía lo único que aún podía, escribir.

Los poemas salían raudos y caían sobre el papel, tan rápido como las lágrimas que aún no lograba controlar y prefería dejar ir, ya que creía que con ellas el frío intenso se marcharía y era lo que necesitaba para volver a vivir.

A momentos se le olvidaba respirar mientras escribía cosas que luego no lograría leer ya que el papel estaba demasiado mojado para que fuera legible y un leve ahogo la devolvía al mundo real, ese era en el que Rafael la dejó.

Se marchó sin mirar atrás, sin mirar como ella se desplomaba y el único sonido que escuchaba y se permitía, eran los gritos desgarradores de su cabeza. La música, el olor a inciensos, el color de las paredes, el sexo. Todo la hacía recordar lo que había perdido.

Se repetía sin cesar que renunciaba a la fidelidad de su memoria y necesitaba reconstruir su vida aunque fue en el peor de los cimientos, el olvido.

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